Hace meses que Chile quedó eliminado del Mundial 2026. Pero este martes comenzaremos el inútil proceso de revisión.
Inútil, porque conocemos hace largo tiempo las razones del fracaso. Y sabemos, también con certeza, que la voluntad por enmendar el rumbo no existe.
Seguramente Pablo Milad hablará sin decir nada de interés, y Jorge Yunge se escabullirá entre las sombras, en el silencio ominoso que ha caracterizado su opaca gestión. Pero en concreto es poco lo que la dupla pueda contribuir. No alcanzan la estatura de varios antecesores que ni siquiera brillaron, pero ambos se ganaron con holgura el espacio en los peores capítulos de la memoria biográfica del fútbol chileno.
Del Consejo de Presidentes no conoceremos nada en estas circunstancias; como en tantas otras veces, sus integrantes son espectros. Cuesta identificar, tristemente, a los que de ese fárrago entienden lo que la actividad representa para la sociedad. Los años, en todo caso, han dejado en evidencia a quienes solo han lucrado y se han robado el alma del fútbol chileno. Extirpar el cáncer que ellos alimentan -hay que ser enfáticos y no engañar- es una opción irreal.
Nicolás Córdova aportará más a un análisis que ayude a visibilizar todavía más la profunda gravedad del problema. Ha sido un buen empleado al asumir una responsabilidad que no le cabía cuando lo contrataron -y que después de Brasil lastimó su imagen-, aunque no se me ocurre verlo negándose a un rol que todo entrenador sueña: ser seleccionador nacional.
Los jugadores de la Selección seguirán desandando su ruta personal hasta una nueva convocatoria. El dolor o el orgullo herido lo sanan con fútbol y contratos millonarios. Las palabras mínimas que se les escuchan son proporcionales a la lucidez y jerarquía que muestran en la cancha con la Roja. Habrá por ahí algún destello, una reflexión aguda, una autocrítica aislada. Es injusto pedirles algo para lo que nunca se les ha entrenado: son también la resultante de la calamidad. Y al final se hace difícil clasificar si son protagonistas o víctimas.
El periodismo deportivo seguirá comentando el triste devenir que nos tiene últimos en Sudamérica. Se denunciará la falacia directiva que impide el desarrollo competitivo, se cuestionarán las conductas de una raza mala que se apropió del fútbol profesional, se lamentará el estado crítico de la institucionalidad, y por el descontrol y la ausencia de autoridad que derivaron en que carabineros y políticos-burócratas sean los que programen los partidos del torneo. Pero, con amargura y resignación, la prensa profesional y los acróbatas de la opinión televisiva tendrán que seguir con la normal cobertura del campeonato y de los clubes, porque hacerlo está en su esencia... y en su sobrevivencia.
Las autoridades de gobierno, el ministro del Deporte (que se luce cuando va al estadio a ver a su hijo jugar, pero que no aparece oportunamente cuando tiene que pronunciarse para objetar la violencia en los estadios o la gestión directiva que tiene a la actividad moribunda) más los parlamentarios seguirán aprovechándose de los espacios para anunciar medidas ineficaces y llenarse la boca con monsergas fastidiosas.
A los hinchas -no a esos barristas-delincuentes que han hecho tanto daño como los prestamistas y empresarios dueños de clubes- habrá que ofrecerles disculpas, sobre todo a los que razonan, leen y se informan, por ser reiterativos y pesimistas en los mensajes, en las críticas y en las editoriales que individualizan a los culpables de este fracaso.
A esos apasionados tiene que gustarles demasiado el fútbol para seguir asistiendo al estadio para ver el bajísimo nivel de espectáculo que se ofrece a precios escandalosamente altos o consumir fútbol por medios que cada vez llevan más noticias que no se querrían jamás escribir ni publicar.