Nicolás Córdova es fiel representante de una nueva tendencia de técnicos chilenos que pretenden renovar el análisis del juego a partir de las estadísticas. Explican los déficits de rendimiento a partir de mediciones, las carencias tácticas en las métricas y la distancia competitiva en los gráficos. El contrasentido es que, en la derrota -que es cuando valen los análisis- las explicaciones pasan a ser muy terrenales. “Nos faltó meterla adentro”, “fue un caos a partir del descontrol emocional”, “tuvimos muchas oportunidades de gol que no aprovechamos”.

Dice Córdova, con razón, que es un entrenador que siempre habla de fútbol. Pero advierte que no hay posibilidad de coincidir en el análisis con aquellos “que no son expertos”. Un argumento que difícilmente escucharíamos de un técnico argentino o uruguayo, porque se entiende que en ese medio todo el mundo opina, con más pasión que datos; con más argumentos que una planilla Excel.

Para esta generación de formadores siempre el análisis será de las condicionantes. Estamos a años luz del fútbol civilizado, la estructura no permite crecer y si no hay un cambio radical en el modelo, jamás progresaremos. Lo que es cierto, pero lo ha sido desde siempre. Los quiebres en esa lógica se dan cuando los mismos entrenadores a cargo de un proceso son capaces de estrujar las piedras, subir rendimientos individuales, motivar a los jugadores y finalmente romper la tendencia. En Chile y en el mundo.

La Selección Sub 20 acaba de clasificar en el Mundial con dos derrotas y una victoria gracias al sistema de medición de la FIFA que busca imponer el fair play. Una tarjeta amarilla hizo estéril el desenfrenado festejo egipcio y amortiguó la pena y la vergüenza de Chile, que trocó por un discurso conformista. Otra vez Córdova y los jugadores creyeron haber jugado bien “durante 75 minutos”. Y, obvio, sólo faltó el gol.

La última vez que Chile organizó un Mundial Sub 20 el técnico era Luis Ibarra. Uno de la vieja guardia, que creía que los procesos se hacían con amistosos con público, giras, puertas abiertas y un equipo ordenado. Aquel del ’87 fue un torneo inolvidable, por la jerarquía de los jugadores, el trabajo realizado y la sensación -real, efectiva, concreta- de que estábamos compitiendo. Un concepto que hoy casi no tiene significado, porque se soslaya cualquier defecto, por muy profundo que sea. “Competimos” es, en mi criterio de ignorante, el punto mínimo exigible para un trabajo medianamente serio.

El resto es volver sobre lo mismo. Un cineasta no permitirá una crítica de alguien que no haya hecho una película, un escritor de quien no ha publicado un libro. Hace poco un economista dijo que el Presidente no podía opinar de economía porque no tenía experticia y hay empresarios que no admiten reproches de quienes “jamás han emprendido”.

Córdova tiene razón: no somos expertos en métrica ni tenemos camarín, que es el reproche más natural cuando las cosas vienen mal, porque en la victoria todas las opiniones son bienvenidas. Pero hay una cosa segura: estamos cansados de diagnósticos, porque entendemos que el entusiasmo nunca desaparece. La gente siempre cree y el buen hincha siempre apoya. No somos expertos, pero sabemos lo que es bueno y lo que no cuaja. A veces, desde el pedestal de la sabiduría, bien vale un poco de autocrítica.

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