
Es muy posible que en la próxima intervención pública sea el propio Gustavo Álvarez quien desmienta o relativice eventuales ofertas de otros lados o que está pensando en irse de Universidad de Chile en cuanto culmine la temporada. El entrenador argentino ha sido fiel a la doctrina de no ventilar más de lo razonable cualquier polémica que ataña a temas de camarín, a diferencias de gestión con la dirigencia, incluso, a visiones disímiles con terceros que no se vinculen al club universitario.
Álvarez, en ese sentido, es un técnico comunicacionalmente muy pulcro. Genuinamente respetuoso. Características que si bien para el mundo reporteril resultan a veces poco atractivas, en un medio futbolístico chileno tan aporreado se agradecen, sobre todo por aportar una cuota de claridad y mesura por lo menos al momento de expresarse. Lo que no significa que su retórica envolvente sea siempre eficaz o convincente.
Si prima el razonamiento lógico en Azul Azul, que se vaya o se quede Álvarez a finales de esta temporada, aunque tiene un contrato vigente hasta diciembre de 2026, no debería ser la resultante de alguna desavenencia irreconciliable con el plantel o un punto de vista contrario a los intereses del hasta ahora controlador, Michael Clark. Si Álvarez parte será porque los objetivos deportivos de la U no se cumplieron, a partir de lo que el propio técnico ha declarado desde el comienzo. Uno: que su presencia no solo contempla la búsqueda del éxito deportivo sino que también el sostenido crecimiento institucional. Dos, que en su opinión la U es un club demasiado grande para no salir campeón del Torneo Nacional desde 2017.
Indiscutiblemente que Álvarez desde que asumió ha demostrado ser el pilar fundamental de una identificación futbolística que ha consolidado a Universidad de Chile como protagonista del campeonato y que la alejó por completo de la imagen de equipo estresado e irregular que arrastraba años de campañas discretas. El actual técnico impuso su estilo en 2024, donde se le escapó el título en los últimos minutos de la fecha final. Y lo está consagrando este año, aunque ya sabemos que muy probablemente no dispute la corona. Pero, en contrapartida, reposicionó al club en la esfera alta de un certamen continental. Y bien valdría la pena hacer el ejercicio de en cuál de los dos ámbitos -local o internacional- se requiere de mayores nivel de competencia para alcanzar los puestos de élite.
El desgaste de un segundo semestre complejo, que tuvo su peak con los graves incidentes en Avellaneda, pero que también sumó capítulos desafortunados como las derrotas que lo distanciaron de Coquimbo Unido, da la impresión, por lo menos desde afuera, que ha minado la convicción de éxito que Álvarez tenía cuando la primera rueda llegaba a su fin, pese a las eliminaciones en Copa Libertadores y Copa Chile. Las numerosas postergaciones y recesos del torneo, los ruidos directivos que genera en el club un propietario que tiene su propia batalla legal, y la reacción natural que cualquier profesional puede tener ante una mejor oferta de trabajo, evidentemente plantean un escenario de incertidumbre en torno a su continuidad en la conducción técnica.
Incertidumbre que, conociendo al personaje encargado de resolverla, no se despejará hasta que Universidad de Chile juegue el último partido que le corresponda este año. Allí sabremos su destino.
No obstante, Álvarez podría irse de la U admitiendo que fracasó en su objetivo deportivo, y con todo, dejará instalados los cimientos de una reconstrucción futbolística que también permeó la imagen institucional, y que supera largamente el debate inmediatista de si bajo su gestión se dio o no la vuelta olímpica. Ese mérito enorme de transformación, finalmente un legado, son muy pocos los entrenadores que pueden atribuírselos en los clubes grandes del fútbol chileno.