Invité a mi hijo de 10 años el miércoles pasado al Estadio Nacional para ver Argentina vs Colombia, por las semifinales del Mundial Sub 20. Salvo por el apretuje y pequeña demora del Metro, la experiencia fue muy agradable: miles de personas yendo a ver fútbol en completa tranquilidad. Sin zonas peligrosas, ni monos saltando de una tribuna a otra, ni macheteros al límite del asalto; tampoco lienzos autoafirmativos que tapaban la mitad de la cancha, menos gente sentada en la escalera o tarados trepados en la reja que no permiten ver a nadie. Sin bombos o cantos monocordes, insultantes y depredadores del sonido natural de la multitud. Ninguna zona vedada o bajo el control de piños que suponen existen lugares del estadio que les pertenecen. En definitiva, un partido sin esa atmósfera carcelaria, donde todo parece amenazante, las rejas escalando hasta el cielo y la sensación de que en algún instante se va a desatar una tragedia.

Este ambiente me recordó las idas al estadio con mi papá hace medio siglo. Una experiencia donde lo único importante era lo que ocurría en la cancha, ese rectángulo verde que, a ojos de un niño, tenía un carácter mágico. El miércoles, incluso, hubo gente que reclamó su asiento numerado en galería y quienes lo ocupaban, pese a que el estadio estaba lleno, se retiraban sin iniciar una reyerta.

Cuarenta mil personas en paz viendo fútbol. Parece algo imposible en el fútbol chileno, a menos que juegue la Selección y las entradas sean muy caras. La conclusión es que hay público dispuesto a ir a la cancha si le garantizan seguridad y los boletos, como los del Mundial Sub 20, tienen un precio razonable. Por dos galerías, una de adulto y otra de niño, pagué algo más de diez mil pesos. Llegamos en transporte público, nos sentamos, vimos el partido y nos fuimos sin novedad. Se puede.

Hay público, pero debemos convencerlo de que vuelva al fútbol chileno. No es fácil, bajar las entradas es un camino. Everton puso a 15 mil pesos la galería contra Católica este domingo, la gente de la UC debe llegar varias horas antes a Sausalito. Al delegado presidencial se le ocurre algo, quién sabe de dónde, y termina espantando a todos. Palestino, al contrario, puso la Andes a cinco lucas en la Sudamericana. Fue bastante público, pero es un caso especial.

Digo, erradicar a las barras bravas del estadio es la clave. Sacarían las rejas, el transporte sería cómodo, seguro bajaría el precio de las entradas, la operación completa del fútbol profesional se abarataría y, por lógica, la gente volvería de manera natural. En una encuesta hecha en mi programa de youtube ‘La hora de King Kong’, votaron 2.300 personas, salió que el 94% quería a los violentos fuera del estadio. No es aventurado pensar que otras encuestas darían resultados parecidos.

El tema es que estos violentos de la cancha tienen una infinidad de defensores. La academia ha hecho del barrabravismo una suerte de “fenómeno social de liberación”, aunque dominen piños compuestos por delincuentes o se maten a balazos cada vez que puedan. Esa parte no la ven o le dan el carácter de folclórico. Ponerle el cascabel al gato requiere mucho valor y, sobre todo, un ejercicio de honestidad intelectual que el mundo político, menos el académico, no está dispuesto a realizar.

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