Los barras bravas de la Universidad de Chile se esmeraron en perjudicar a su equipo incluso en medio de un doloroso castigo, con las gradas del Nacional silenciadas e imposibilitados de viajar al extranjero para acompañar al equipo de Gustavo Álvarez. Consiguiendo su minuto de atención y dejando en claro que las consecuencias les importan un carajo, se apostaron en las afueras del estadio para apedrear el bus de Lanús, inhabilitando cualquier esfuerzo directivo por reducir sanciones o por mejorar la imagen que la institución proyecta en el extranjero.
Ya en el pleito contra Alianza Lima habían hecho alarde de su picardía posteando fotos desde el interior del estadio, demostrando que habían burlado la prohibición camuflándose de periodistas “partidarios”, lo que dificulta y compromete el trabajo de quienes sí ejercen el oficio.
El autoflagelarse, infringiéndose nuevas y más dolorosas sanciones mientras el equipo sigue dando batalla en los dos frentes, sólo puede interpretarse como atrofia mental. No es un desafío a la autoridad del club ni una bandera justa contra las políticas de la Conmebol o los tribunales del fútbol chileno. Es pura tontera, que nos obliga a ver con envidia como en otras latitudes estadios colmados de hinchas verdaderos disfrutan del momento.
Instalados en el escenario del combate contra gente mala, de aviesos fines, pocas neuronas y ningún aprecio por el club al que declaman amar hasta dar la vida, estamos otra vez en la encrucijada. El fútbol se juega con aforos infames, en horarios macabros y bajo condiciones especiales de venta de entradas pese a que, cada vez que es posible, la gente normal nos enseña su afán por convertirlo en una fiesta, asistir masivamente y mostrar respeto por su esencia.
Cuando asumió el actual gobierno se dijo -se me dijo- que la labor fundamental sería recuperar los estadios, controlar las barras bravas y hacer buenas políticas para encauzar el fenómeno. Se le encomendó aquella tarea -me consta- al Ministerio del Deporte, que la albergó con poco entusiasmo, ningún esfuerzo y pobres resultados. Tras la salida de Alexandra Benado, con la llegada de Jaime Pizarro se abocaron a la organización de eventos y se reenvió el tema -de taquito- al Ministerio de Seguridad, que tuvo una primera rueda espectacular para hacer el diagnóstico, masificar el análisis y luego no acordarse más del asunto.
El organismo que reemplazaría al ineficiente Estadio Seguro pasaría a llamarse Departamento de Orden Público y Eventos Masivos, sería comandada por un especialista en la materia y se haría cargo de aquellas decisiones donde los delegados presidenciales y las fuerzas policiales han demostrado absoluta incapacidad. Bastará decir que su cabeza responsable todavía no es nombrada y que, obviamente, poco se ha avanzado para un asunto que pareció ser prioritario.
He seguido con interés las campañas presidenciales, que han abundado en propuestas para seguridad, reproches a la labor del gobierno, polémicas por el rol de Carabineros. Nada se ha dicho del control de las barras, pese a que varios candidatos las consideran un factor influyente en la violencia desatada en el estallido social.
Temo que el debate quede estancado para siempre en la increíble desidia y negligencia de los propietarios de los clubes y la directiva del ente que los agrupa. En el desborde permanente a la policía y en la incapacidad política. No hay esperanza de cambio y esto ya no es una batalla perdida. Es el triste final que debe encomendarse, sin demasiada fe, a la llegada de un redentor.