
Desde que el fútbol es fútbol odiamos al árbitro, un villano que solía vestir de negro y que era la encarnación del poder vertical, incontestable y final. Desde que Romualdo Arpi Filho, un brasileño diminuto, teatral e intratable le anuló el gol a Carlos Caszely en la final ante Independiente en 1973, nos hemos sentido perseguidos por los jueces, la cofradía del Atlántico, la señora FIFA y ahora la agrupación de periodistas argentinos. Arpi Filho era, además, incombustible. Trece años después de aquel despojo apareció arbitrando la final de México ’86, con el mismo short inquietantemente corto para ser un juez.
Después vino Alfredo Rodas, un ecuatoriano de trigos no muy limpios para dejar afuera a la U de la Libertadores el ’96. Y remató la escena Lucien Bouchardeau, un nígero que vio mano de Ronald Fuentes en el Mundial de Francia. Luego le pidió un préstamo personal a Joseph Blatter y murió joven. No sin antes pedirle perdón “al pueblo de Chile” porque se había equivocado, lo que, como suele ocurrir, no sirvió de nada.
Alexis Adrián Herrera Hernández nació un 21 de diciembre de 1989 en Valencia, Venezuela. Comenzó a dirigir cuando tenía 21 años y recibió su parche FIFA el 2017. No tiene oficio ni profesión conocida y es uno de los silbantes favoritos de la Conmebol, que siempre tiene sus protegidos. Para los tiempos que corren ya no es fácil personificar odios, rencores y revanchas en una sola persona, porque Herrera, en su discutible actuación en Lanús, estaba apoyado por un VAR, que le rectificó casi todas las decisiones, menos las dos más trascendentes: aquellas que perjudicaron abiertamente a la U.
Comprar la tesis del complot referil siempre es fácil porque, ya está dicho, odiamos a los árbitros cuando perdemos. Y acá había razones de sobra. Favorecía al local, el local era argentino y los argentinos encontraban inadmisible que la Universidad de Chille llegara a una final. Basta esa cadena para dejar abrochada la tesis.
Pero ese facilismo deja de lado varias cosas. El infortunio de no poder contar con el aporte creativo de Lucas Assadi para ese duelo, el más importante del año; los errores defensivos frecuentes de los azules en los partidos de la llave; la falta de fútbol que el calendario chileno le impone a sus representantes y, finalmente, la ausencia de jerarquía de los jugadores del plantel que fueron llamados a resolver las falencias y cansancios del primer equipo. Como pocas veces la U incorporó delanteros para tener una dotación suficiente en la temporada, pero todos terminaron añorando a Eduardo Vargas, que en el Audax Italiano poco colaboró para mantener vigentes las opciones a pelear la parte alta del torneo.
Ahora que Michael Clark completó el cursillo rápido de victimización al que asisten todos los dirigentes del fútbol chileno, podrá arremeter libremente contra los que fraguaron la conspiración, olvidando convenientemente a los hinchas violentos que Azul Azul ampara y protege, y que fueron, en definitiva, los que más daño le causaron al equipo.
Como suele ocurrir, el costo de competir en dos frentes se paga caro en el fútbol chileno, y es probable que la U mantenga el pobre rendimiento del segundo semestre, arriesgando terminar la temporada sin premios. Pero es un hecho que Gustavo Álvarez supo encender la llama de la ilusión que hace tanto tiempo no alumbraba a los azules. Es pronto para ponerse a llorar por lo que vendrá, porque aún hay lágrimas pendientes por lo que pasó. Pero es injusto cargar todo el peso de una eliminación sobre un arbitraje tan cuestionable como el que sufrimos cada semana en nuestro campeonato, y que también termina en la misma sentencia: está todo arreglado.
¿Se acuerdan cuando en la UC también creían -Tiago Nunes, Juan Tagle, Fernando Zampedri y la hinchada- que había una conspiración para bajarlos? Fue hace apenas unos meses. Y era tan simple como cambiar al técnico. Pongamos a Alexis Herrera en nuestra galería de villanos y pongámonos a pensar qué haremos el próximo año para jugar las copas con el aforo completo, que es la fiesta que se vive en todas partes del continente, menos en Chile.







