Era tan desconocido que, al comienzo, al entrar en la Libertadores muchos periodistas de otros países le decían “Cobreola”. Aprendieron bien el nombre al llegar las noticias de que sumaba triunfo tras triunfo. Luego se esgrimió que “claro, en el infierno de Calama te cocinan, por eso ganan”. Pero cuando concretó la proeza (proeza que no lograban ni brasileños ni argentinos) de vencer en Montevideo a Nacional y Peñarol, uno vigente campeón de América, otro que lo sería al año siguiente, no quedaron más dudas: ese Cobreloa era algo serio, había méritos futbolísticos, no climáticos. Un club desconocido, fundado cuatro años antes, estaba haciendo roncha en la Copa Libertadores. Más que eso, era una revolución tipo Estudiantes de la Plata, entonces un chico muy chico que rompió todos los moldes. Sólo que a los naranjas les faltó coronar, pequeño detalle que da la razón a los resultadistas.

Para ubicarse: en 1981 no era como en la actualidad, que los 155 partidos se televisan a todo el continente, antes se transmitían los choques de chilenos para Chile, los de uruguayos para Uruguay y así. Ni siquiera se veía la final si no jugaba un equipo del país de uno, no estaban las cadenas de deportes como FOX o ESPN, de modo que aquel Cobreloa de hace cuarenta años lo conocimos por los diarios o por lo que decía El Gráfico. Pero el impacto de su llegada a la final en calidad de invicto fue enorme, en ese tiempo la Copa parecía reservada exclusivamente a los grandes del continente, con esa excepción de Estudiantes, que se entrometió para fastidiarlos.

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En aquellas semifinales de tres equipos del que surgía un finalista le habían tocado Peñarol y Nacional. Una partida de defunción anticipada. Pero sacó siete de los ocho puntos en juego, increíble. Ahí empezó a sonar fuerte el ignoto Cobreloa y la primera pregunta era “¿quién lo dirige…?”. Entonces surgió el nombre de Vicente Cantatore, un rosarino que había sido un discreto volante derecho de San Lorenzo y luego siguió su carrera en Chile. En él, el técnico superó largamente al futbolista.

“Vicente fue mi segundo padre”, nos dijo recientemente Fernando Hierro en una entrevista. El malagueño tenía 18 años, había ido a Valladolid a acompañar a su hermano, Manolo, que jugaba en el club blanquivioleta. Cantatore lo hizo cambiar y lo puso en un partido con los de Primera. Al finalizar, les dijo a los dirigentes: “Hay que ficharlo para el primer equipo”. ¿Pero, cómo…? “Ficharlo”. Poco después el Real Madrid pagaría doscientos millones de pesetas por él y sería un histórico capitán del club merengue y de la Selección Española.

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Sabía ver y transmitir el fútbol, pero sobre todo tenía un manejo de vestuario colosal. Los jugadores le creían y lo apreciaban. “Cuando las cosas van mal, primero elogio, después corrijo. Nunca hay que tirar la moral abajo”, solía decir, en una de sus tantas máximas. “Vicente fue un prócer del Valladolid, un fenómeno”, se emociona Ramón Martínez, actual director de fútbol del Real Madrid, quien era el secretario técnico vallisoletano cuando el club contrató a Cantatore en 1985, a poco de las gestas con Cobreloa. “Dominaba el vestuario con personalidad y conocimientos y ayudaba a potenciar al máximo las cualidades de sus dirigidos con sus dotes de convicción. Sabía transmitir lo que pensaba y lo hacía de forma simple, como hacen los sabios”, evoca Ramón.

Finalista Copa Libertadores
Cobreloa 1981Finalista Copa Libertadores

Y prosigue con verdadera idolatría: “Estuvo siete temporadas con nosotros, que fueron sensacionales. Los logros más grandes del Valladolid son obra suya, pero, aunque sean importantes las estadísticas, que lo son, mucho más significativo, por infrecuente, es conseguir el cariño y el respeto unánime de una ciudad a la que enamoró por su humildad, sencillez, cercanía y sabiduría. Sin duda, todo un maestro”.

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Lo mismo que hizo antes en Calama: armó un plantel calificado, le dio una filosofía de juego y lo mentalizó para la victoria. Inolvidable.

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