La historia es conocida. En diciembre del 2010, en Zurich, la FIFA elegiría, en una misma sesión, los países organizadores de los Mundiales del 2018 y 2022. Para el primero llegaba como favorito Inglaterra, pero la asamblea se lo dio a Rusia. Tras la sorpresa, vino una peor: el del 2022 no sería para los Estados Unidos, el inmenso favorito, sino para Qatar.

En medio de los peores rumores y en el convencimiento de que en ambos casos los dirigentes habían sido sobornados, Bill Clinton, el jefe de la delegación de los estadounidenses llegó a su hotel, tomó un cenicero y lo hizo estallar contra un inmenso espejo. Lleno de furia e impotencia, llamo al Presidente Obama y lo convenció de perseguir a “esa casta de delincuentes”. El FBI comenzó una cacería que descabezó a la FIFA. Joseph Blatter, Michel Platini, Nicolás Leoz y toda la corrupta cúpula del organismo fue a parar a la cárcel, incluido el chileno Sergio Elías Jadue Jadue, que evitó las rejas a cambio de soplonear.

Cuando llegó Gianni Infantino al poder, todos tenían claro que era más de lo mismo. Cortado por la misma tijera de sus antecesores, Infantino se abocó a una misión fundamental, aplacar la ira de los gringos. Les regaló el Mundial del 2026, el Mundial de Clubes, la Copa América y facilitó la llegada de capitales y estrellas a la MLS. El león estaba aplacado, los juicios se diluyeron, Jadue jamás fue juzgado y las cosas cambiaron para volver a ser como antes. Lo dijo el mismo Sergio Jadue ahora que reapareció. Lo comprobamos nosotros cuando vemos el actuar impune de Alejandro Domínguez o Chiqui Tapia, con el aplauso gracioso de Pablo Milad.

Parecía un precio alto por la sobrevivencia de la corrupción, pero Infantino no frenó. La ceremonia del sorteo del Mundial realizada en Washington dio vergüenza ajena. No sólo por el afán de figuración de Infantino, sino porque se prestó generosamente para ser el choapino en que Donald Trump se limpia los pies. La entrega del premio por la paz y el discurso laudatorio para quien está a punto de iniciar una guerra en el Caribe, que no ha sido capaz de detener el conflicto ruso-ucraniano y que desequilibró groseramente la balanza en las negociaciones entre Israel y Palestina son una afrenta irritante en cualquier análisis.

Estuvo en cada detalle, desde los sutiles a los más gruesos. Resucitar a la banda Village People para que el mandatario pudiera ensayar sus pasos de baile en el palco fue el episodio final para el más ridículo de los actos que el timonel escenificó.

Si Infantino ya había sacado lustre a los zapatos de Vladimir Putin para el 2018 y sacudido la túnica de los jeques qataríes en el último Mundial es sólo porque quiere la bacanal de poder y dinero de la que disfruta en Zurich pueda seguir sintiéndose segura. Trump no tiene intención alguna de decirle fútbol al soccer, se va aburrir más que Melania durante el campeonato y nunca se aprenderá la regla del off side, pero estaba donde quiere estar, siempre: allí donde los aduladores y los hipócritas le digan, sin rubor alguno, lo lindo y poderoso que es. Blatter apagó el televisor asqueado en su retiro senil. Y Stanley Rouss y Joao Havelange se revolcaron en sus criptas. Lo que ya es mucho decir.

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