El “medio futbolístico” siempre fue muy cruel con Manuel Pellegrini. En los años 70, cuando la U transitaba en la mediocridad dolorosa de la era post Ballet Azul, que un rubio alto, de apellido italiano y estudios completos de ingeniería fuera el central titular del equipo era incomprensible. Lo bautizaron como “El Gomero”, porque era elegante, distinguido y servía como adorno. Luego, tras un par de errores no forzados en partidos clave, le cayó el injusto mote de “Peligrosini”.
Cuando junto a Arturo Salah, Jorge Socías, Alberto Quintano, Hugo Carballo y otros próceres azules se hicieron cargo de administrar el último tramo de la carrera de un descarrilado Fernando Riera, formaron un grupo cerrado que pretendió hacerse cargo del legado del Tata. Vino entonces la etiqueta de “Los Patricios”.
Materializar esa enseñanza significó ponerse al frente de los cursos para formar entrenadores, donde ganaron seguidores y también detractores. Uno de ellos, Eduardo Bonvallet, dolido por el trato, se encargó del último mote: el piloto de la Lufthansa, para dejar en claro que la pinta seguía siendo un tema en la siempre prejuiciosa familia del fútbol.
Pellegrini descendió a la Universidad de Chile en su primera incursión como técnico, ganándose nuevos y enconados detractores. Y junto a Arturo Salah tomaron la Selección Chilena el ’91 recorriendo un sendero distinto -en muchos sentidos- al de Mirko Jozic, flamante campeón de la Libertadores. La aventura con La Roja terminó mal en la Copa del ’93, y pudo ser ese el fin del camino.
El golpe más bajo se los propinó su principal aliado por esos años, Abel Alonso, quien junto a René Reyes crearon e impulsaron el INAF, un centro de formación técnica para el que se eliminaba el principal requisito que ambos defendían: tener camarín, haber sido futbolista profesional para aspirar a un cartón.
Pellegrini, tras su paso por O’Higgins y Palestino, comprendió que debía dar el gran salto de su vida. Dejar la familia, la carrera, los afectos y su grupo de pertenencia para ser campeón, primero en Ecuador y luego en Argentina.
El divorcio definitivo de Pellegrini con nosotros, la gran familia del fútbol chileno, le valió un recorrido que tuvo tantos éxitos como malos ratos. Construyó un concepto en Villarreal, sufrió en el Real Madrid; transformó el Málaga del jeque, tropezó con el West Ham del magnate porno; se arriesgó con el Manchester City, pero se perdió en China. Hasta que recaló en Sevilla y encontró en el Betis su nuevo lugar en el mundo, no sin antes escorarse peligrosamente.
Manuel Pellegrini tiene un valor que estaremos obligados a reconocer eternamente: jamás guardó rencor. Ni a las críticas ni a las odiosidades. Deberíamos envidiarle la calma, la paciencia, el encanto para construir proyectos millonarios. El ojo para elegir, por ejemplo, a Antony en su momento más duro en el Betis. O la hidalguía para marcharse campeón del City que le tendía la alfombra roja a Guardiola. La capacidad para nunca enredarse con Mourinho, para no casarse con lealtades, para forjar un grupo impenetrable o, sencillamente, para jamás mirar atrás, donde quedaban los apodos, los prejuicios, las sospechas.
Pellegrini dedicó su vida a perseguir lo que quería, postergando afectos, familia, profesión, raíces, allí donde muchos no habríamos sido capaces de hacerlo. Y eso, ahora se sabe, es mucho más que un adorno.
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