No se sabe, a ciencia cierta, si Ricardo Gareca ha estado en Chile o en Argentina en las últimas semanas. Para saberlo tendría que interesarnos, pero no hay mucho ánimo de esperar su nómina, saber qué está pensando o si ha sacado conclusiones nuevas. Imaginamos que sus jefaturas conocerán de su paradero, pero podría apostar que tampoco les interesa demasiado.
Don Ricardo sigue en Juan Pinto Durán porque no hay recursos para pagarle la indemnización, que él, en todo su derecho, pretende cobrar si es cesado. No hay en Pablo Milad, su directorio y el Consejo de Presidentes ni convicción ni deseos de mantener un proceso, de buscar nuevos jugadores, de establecer sociedades con Nicolás Córdova ni de hablar de planes a futuro. Esto es, solamente, una larga espera hacia un irremediable final. Cuando se produzca, Gareca ni se despedirá del país, de las secretarias de Quilín (las pocas que queden) ni de sus más fieles jugadores.
Entenderá que no hay plata ni para una cena de adiós, porque no hay lealtades ni afinidades ni complicidades. Tampoco dinero. Y por eso la relación, incómoda y tirante, se mantiene, como un matrimonio mal avenido que se ha quedado sin hijos en la casa y espera, en vano, algo que no llegará.
Lo mismo acontece en Universidad Católica, un club que, por historia reciente y acción directiva, ya habría buscado un cambio de rumbo para su banca técnica. Tiago Nunes los dejó afuera de la competencia internacional, de la Copa Chile, entusiasma poco a su hinchada que de aburrida se enfrenta a cuchillazos por donde anda.
En San Carlos no se imaginan una larga relación con el brasileño, que no pudo evitar las eliminaciones de los torneos internacionales y de la Copa Chile, y que no llena el paladar exigente de sus hinchas. Una cosa será ir al estadio a aprovechar las innovaciones del nuevo Claro Arena y la otra es sobarse las manos con el espectáculo de los cruzados, que no terminan el vínculo porque la ecuación es simple: no hay plata.
Lo que pasa con la UC es poco frecuente. Desde que dejó de levantar copas, no hubo un entrenador que terminara su período, lo que significó una merma importante en la tesorería, pero, además, pagar simultáneamente dos o tres sueldos, pese a que como norma en el tetra los técnicos vencedores echaban el galvano a la maleta y partían en busca de nuevos rumbos.
Es lo que pasa ahora con Jorge Almirón. Todo el mundo sabe que hay una sola cosa en la que están de acuerdo las tres facciones del directorio: el entrenador no debe seguir. Porque quedó eliminado de tres torneos, porque se sometió (al igual que ellos) a las presiones de la barra, porque no ha sido capaz de ordenar el camarín y porque hasta Aníbal Mosa se debe haber ruborizado con algunas de las explicaciones que ha ofrecido para la invasión de los hinchas al camarín -en el “día de la madre”- o la expulsión de Arturo Vidal en el Cilindro.
Si hubiera un peso en la caja de fondos del club, se lo ofrecerían para allanar su partida, pero por más que rasquen la billetera, no hay monedas suficientes para cumplir con un contrato que Blanco y Negro suscribió generosamente, igual que con el sueldo de sus más connotados futbolistas.
Relaciones que se mantienen porque no hay chance de divorcio, porque no queda nada por repartir. Ni crédito por pedir. Afortunadamente, Gustavo Álvarez está cada vez más sólido y empoderado, porque ni Michael Clark ni Sartor tienen un chanchito para romper y, por el contrario, ven en su técnico algo parecido a un cajero automático que les permite gozar de liquidez como maná caído del cielo.
El fútbol chileno está tan podre, que no puede darse lujos. Ni siquiera la tan acentuada costumbre futbolera de cambiar de caballo cuando el río viene bravo.