Ricardo Abumohor llegó a O’Higgins el 2005, recién aprobada la Ley de Sociedades Anónimas Deportivas, para obtener el primer título de la historia con los celestes, construir un complejo deportivo modelo y conformar una sociedad familiar que pretendía demostrar que el espíritu de la nueva legislación podía mantener al margen a los representantes de jugadores, las casas de apuestas, los conglomerados internacionales y los capitales oscuros que suelen moverse en torno al fútbol.
Veinte años después se rindió ante la evidencia y vendió el club a un representante de jugadores, a un conglomerado internacional con oscuras ramificaciones y a empresarios que poco tienen que ver con la historia de la región. Lo que había prometido no pudo cumplirse, porque el último de los grandes mecenas de la actividad no pudo sustraerse a la realidad.
Abumohor es un heredero -familiar e histórico- de una casta de dirigentes que terminó por extinguirse. Hijo de Nicolás, el artífice de un club de colonia como Palestino que mostró su solidez en la cancha, en la sociedad y en el extranjero. Transitó de la mano con una generación completa de empresarios que llevaron su pasión y su experiencia al terreno futbolístico, lo defendieron con vehemencia y sucumbieron ante su propio anhelo: dotar a la actividad de un marco institucional que permitiera un desarrollo acorde con los tiempos.
Casi todos se sintieron traicionados por el poder político, que hizo la transformación, pero en el afán de privilegiar a los nuevos inversores, desnaturalizó el rol de los clubes. Los hinchas y socios que habían sido el alma de la fiesta, dieron paso a testaferros, aventureros, negociantes y especuladores que abrieron las puertas a las barras bravas y a ambiciosos sin más afán que la figuración y el robo en la testera de la ANFP.
Abumohor, pese al aura de su apellido, no se hizo cargo de Palestino, sino que eligió a O’Higgins para desarrollar su proyecto. Con costos económicos y personales, por cierto, pero con el premio deportivo e institucional de forjar un equipo competitivo y estable, aunque en los últimos años extraviara la fórmula, sin perder la vocación formadora de jugadores surgidos en la zona. Y podrá sentirse orgulloso del legado que dejó hasta ahora, aunque nada garantice que su obra continuará.
Ahora su club está en manos del empresario argentino Christian Bragarnik, quien ha pasado por varios clubes del fútbol chileno sin dejar huella, ni en infraestructura ni en resultados. El histórico Fernández Vial y San Luis descarrilaron bajo su influencia, Unión Calera cambió símbolos y tradición por una ronda interminable de jugadores de efímero paso y su influencia en el Consejo de Presidentes se hizo notar en las decisiones más cuestionables.
Llega asociado a Jorge Alberto Hank, otro heredero vinculado a clubes del fútbol mexicano y a un gran prontuario de temas pendientes con la justicia de su país. Junto a otros socios minoritarios ligados a casas de apuestas, tienen la propiedad de un club que nació y creció al alero del mineral de El Teniente.
Se pierde con el cambio una de las voces tradicionales y críticas de la actual gestión del fútbol. Incapaz de mantener su promesa, Abumohor abrió otra puerta al ya desprestigiado grupo de “inversores” que domina la actividad en Chile, incompetentes para controlar la violencia, para sostener planes formativos, para generar infraestructura imprescindible para las Selecciones y una organización transparente y acorde con los capitales que le ingresan.
Esta venta incrementa los vínculos con la desprestigiada Conmebol, aumenta la presión para que las modificaciones legales que se buscan en el Congreso jamás vean la luz y aleja aún más a los verdaderos hinchas de sus equipos, al despegarlos de su arraigo social. Mientras estuvo en La Calera, Bragarnik rara vez estuvo en la ciudad, se llevó a los jugadores a Concón, cambió la insignia del club y no aumentó el número de socios. Ahuyentó los entusiasmos con constantes cambios de técnicos y los refuerzos -algunos de evidente jerarquía- duraron poco debido al movimiento de mercado que inspiraba su traída.
Este desastre no es culpa de Abumohor, por cierto. Bastante resistió con el antiguo sello. Tampoco de los nuevos dueños, que se aprovechan legalmente de una normativa mal hecha por culpa de lobistas que también desaparecen, poco a poco, de un escenario que no les fue propicio.
Es apenas otro eslabón en una cadena interminable que obliga al pesimismo, desalienta y entristece.